Ángel Di María: Bajo la lluvia, en el frío, de noche
Publicado: 27/06/2018 10:00 AM
Me acuerdo cuando recibí la carta del Real Madrid. La rompí antes de abrirla.
Esto pasó en la mañana de la final del Mundial 2014, exactamente a
las 11. Yo estaba sentado en la camilla a punto de recibir una infiltración en
la pierna. Me había desgarrado el muslo en los cuartos de final, pero con la
ayuda de los antiinflamatorios ya podía correr sin sentir nada. Les dije a los
preparadores estas palabras textuales: “Si me rompo, déjenme que me siga
rompiendo. No me importa. Sólo quiero estar para jugar”.
Y ahí estaba, poniéndome hielo en la pierna, cuando el médico
Daniel Martínez entró al cuarto con un sobre en la mano y me dijo: “Ángel,
mirá, este papel viene del Real Madrid”.
“¿Cómo? ¿Qué me estás diciendo?”, le dije.
Me contestó: “Bueno, ellos dicen que no estás en condiciones de
jugar. Y nos están forzando a que no te dejemos jugar hoy”.
Inmediatamente entendí lo que estaba pasando. Todos habían
escuchado los rumores de que el Real quería comprar a James Rodríguez después
del Mundial, y yo sabía que me querían vender para hacerle lugar a él. Así que
no querían que su jugador se rompiera antes de venderlo. Era así de sencillo.
Ese es el negocio del fútbol que la gente no siempre ve.
Le pedí a Daniel que me diera la carta. Ni siquiera la abrí.
Solamente la rompí en pedacitos y le dije: “Tirala. El único que decide acá,
soy yo”.
No había dormido mucho la noche anterior al partido. En parte
porque los hinchas brasileños habían estado tirando fuegos artificiales y
petardos durante toda la madrugada, pero incluso aunque hubiera estado todo en
silencio, creo que igual no iba a poder dormir. Es imposible explicar la
sensación que uno tiene antes de una final de un Mundial, cuando todo lo que
alguna vez soñaste se te pasa por delante de tus ojos.
Sinceramente quería jugar ese día, incluso si se terminaba mi
carrera. Pero tampoco quería hacerle las cosas más difíciles al equipo. Así que
me desperté muy temprano y fui a ver a nuestro técnico, Alejandro Sabella.
Teníamos una relación muy cercana, y si le llegaba a decir que quería jugar,
seguramente él iba a sentir la presión de ponerme. Así que le dije
honestamente, con una mano en el corazón, que él debía poner al jugador que él
sintiera que tenía que poner.
“Si soy yo, soy yo. Si es otro, entonces será otro. Yo sólo quiero
ganar la Copa. Si me llamás, voy a jugar hasta que me rompa”, le dije.
Y entonces me largué a llorar. No lo pude evitar. Ese momento me
había sobrepasado, era normal.
Cuando tuvimos la charla técnica antes del partido, Sabella
anunció que Enzo Pérez iba a ser titular, porque estaba al cien por ciento en
lo físico. Y bueno, juega él, todo bien. Igualmente, me hice una infiltración
antes del partido, y después me di otra durante el segundo tiempo, así podía
estar preparado para jugar, si me llegaba a tocar la chance de entrar.
Pero el llamado nunca llegó. Perdimos la Copa del Mundo. Fue el
día más difícil de mi vida. Después del partido, los medios empezaron a decir
cosas feas del por qué no había jugado. Pero lo que les estoy diciendo es la
pura verdad.
Lo que todavía me da vueltas por la cabeza es ese momento en el
que voy a hablar con Sabella y me largo a llorar enfrente de él. Siempre me voy
a preguntar si él pensó que yo lloraba porque estaba nervioso.
Y en verdad, no tuvo nada que ver con los nervios.
Estaba totalmente emocionado por todo lo que ese momento significaba para mí.
Estábamos tan cerca de lograr el sueño imposible.
Las paredes de nuestra casa supuestamente eran blancas. Pero nunca
me las acuerdo como blancas. Al principio, eran grises. Después se pusieron
negras, por el polvillo del carbón. Mi papá era un trabajador del carbón, pero
no de los que trabajan en una mina. ¿Alguna vez has visto hacer carbón? Las
bolsitas que comprás en cualquier negocio para hacer el asado vienen de algún
lugar, y la verdad es que la carbonería es un trabajo muy sucio. Mi viejo solía
trabajar abajo de un techo de chapa en nuestro patio y después le tocaba
embolsar todos los pedazos de carbón para poder venderlos en el mercado. Bueno,
no era sólo él. Tenía sus pequeños ayudantes, eh. Antes del colegio, nos
despertábamos con mi hermanita para ayudarlo. Teníamos 9 ó 10 años, que es la
edad perfecta para embolsar carbón, porque lo podés transformar en un juego.
Cuando llegaba el camión, teníamos que llevar las bolsas pasando por el living
y después pasar por la puerta de entrada, así que en definitiva, toda nuestra
casa quedaba totalmente negra.
Pero
con eso comíamos, y de esa forma mi padre nos salvó de que nos sacaran la casa.
Durante un tiempo, cuando yo era un bebé, a mis padres les iba
bien. Pero después mi papá trató de hacer una buena acción para alguien, y eso
nos cambió la vida. Un amigo le pidió que le saliera de garante para su casa, y
mi papá confió en él. Pero el tipo dejó de pagar y de un día para el otro,
desapareció. Así que el banco fue directamente a buscar a mi viejo, que se
encontró ahogado teniendo que pagar por dos casas y encima tener que alimentar
a nuestra familia.
Su primer negocio no fue el carbón. Trató de convertir la parte
del frente de nuestra casa en un pequeño negocio. Compraba bidones de
lavandina, cloro, detergentes, todas cosas de limpieza; después los dividía en
botellitas y los vendía en nuestro living. Si vivías en nuestro barrio, no
tenías que ir a un negocio para comprar un envase de CIF. Era carísimo.
Entonces venías a lo de los Di María y mi mamá te vendía un pote por un precio
mucho más conveniente.
Todo andaba bastante bien hasta que un día, el varoncito les
arruinó todo y por poco no se mató.
Sí, es verdad, ¡de chiquito yo era un hijo de puta!
No es que en verdad fuera malo, es
sólo que tenía demasiada energía. Era hiperactivo. Un día, mi mamá estaba
vendiendo en nuestro “negocio” y yo estaba jugando en el andador. El portón de
entrada estaba abierto, cosa de que los clientes pudieran pasar, mi mamá se
distrajo, yo empecé a caminar… a caminar… seguí caminando…. ¡tenía ganas de
explorar, viste!
Me fui directo a la mitad de la calle y mi mamá tuvo que correr
como loca para salvarme de que me atropellara un auto. Por la manera en que
ella lo cuenta, fue bastante dramático. Ese fue el último día del negocio de
limpieza de Di María. Mi mamá le dijo a mi papá que era demasiado peligroso, y
que teníamos que buscar algo distinto.
Ahí fue cuando él escuchó que había una persona que traía los
barriles de carbón de Santiago del Estero. Pero lo gracioso es que ni siquiera
teníamos la plata como para poder vender carbón. Mi viejo tuvo que convencer a
esta persona para que le mandara los primeros cargamentos, cosa de que él los
vendiera y así empezar a pagarle.
Así que cuando mi hermana o yo pedíamos por golosinas o cualquier
cosa, mi papá nos decía: “¡Estoy pagando dos casas y encima un camión lleno de
carbón!”.
Me acuerdo de que un día estábamos embolsando el carbón con mi
papá, y hacía mucho frío y llovía. Estábamos abajo del techo de chapa. Era
durísimo estar ahí. Después de un rato, yo me iba al colegio, que estaba más
calentito. Pero mi papá se quedaba embolsando ahí todo el día, sin pausa.
Porque si no lograba vender el carbón ese día, nosotros no teníamos nada para
comer, así de simple. Y yo pensaba, y de verdad lo creía: Va a llegar un
momento en que todo cambie para bien.
Por eso, yo al fútbol le debo todo.
A veces, ser un quilombero tiene sus beneficios. Yo empecé en el
fútbol muy temprano, porque a mi vieja la estaba volviendo loca. Me había
llevado al pediatra cuando tenía 4 años, y le dijo: “Doctor, no para un segundo
de correr. ¿Qué puedo hacer?”.
Y como era un buen médico argentino, obviamente le contestó: “¿Qué
puede hacer? Fútbol”.
Así empecé mi carrera futbolística.
Estaba
obsesionado. Era lo único que hacía. Jugaba tanto pero tanto a la pelota, que
cada dos meses, los botines se me hacían bolsa. Mi mamá me los pegaba con
Poxi-ran, porque no teníamos la
plata para comprar nuevos. Cuando tenía 7 años, ya debía ser bastante bueno,
porque después de meter 64 goles para el equipo de mi barrio en el año, mi mamá
viene un día y me dice: “Los de la radio quieren hablar con vos”.
Fuimos a la radio para que me hicieran una nota. Era tan tímido
que apenas si pude hablar.
Ese año, mi papá recibió un llamado del entrenador de Rosario
Central. Le dijo que me quería ver jugar ahí. La verdad es que fue una situación
muy graciosa, porque él siempre fue fanático de Newell’s Old Boys. Mi mamá es
muy hincha de Central. Si no sos de Rosario, no vas a poder entender nunca la
pasión y la rivalidad que hay. Es a muerte. Cada vez que se jugaba el clásico,
mis viejos gritaban como locos, se dejaban los pulmones en cada gol, y el que
ganaba se la pasaba cargando al otro por un mes.
Así que se imaginan lo emocionada que estaba mi mamá cuando se
enteró de que me llamaban de Central.
Mi papá dudaba: “Uh, no sé, es medio lejos. ¡Son 9 kilómetros! No
tenemos auto. ¿Cómo lo vamos a llevar hasta allá?”.
Y mi mamá le dijo: “¡No, no, no! No te preocupes, yo lo llevo. ¡No
es ningún problema!”.
Y ahí es cuando nació Graciela.
Graciela era una bicicleta amarilla, oxidada, con la que mi mamá
me llevaba todos los días al entrenamiento. Tenía un canastito adelante y
espacio para llevar uno más atrás, pero había un problema, porque mi hermanita
también tenía que venir con nosotros. Entonces mi papá con una sierra le cortó
un cuadrillo de cada lado del canastisto, que es donde se sentaba mi hermana.
Así que imaginen esto: una mujer andando en bicicleta por todo
Rosario, con un pibe atrás y una nenita adelante, más un bolso deportivo, con
mis botines y algo de comer, en el canasto de adelante. En subida. En bajada.
Pasando por los barrios más difíciles. Bajo la lluvia. En el frío. De noche. No
importaba. Mi mamá sólo seguía pedaleando.
Graciela nos llevaba donde tuviéramos que ir.
Así y todo, la verdad es que mi época en Central no fue fácil. De
hecho, creo que si no fuera por mi mamá, habría dejado el fútbol. No una vez,
sino dos. Cuando tenía 15 y todavía no había crecido, tenía un técnico que
estaba bastante loco. Le gustaban los jugadores muy físicos y agresivos, y ese
no era demasiado mi estilo, viste. Un día, no salté en un córner y al terminar
el entrenamiento, nos juntó a todos y ahí, se dio vuelta y me miró.
“Sos un cagón, sos un desastre. Nunca vas a llegar a nada. Vas a
ser un fracaso”, dijo.
Me destruyó. Antes de que terminara de hablar, yo ya me había
largado a llorar delante de todos mis compañeros, y al toque me fui de la
cancha corriendo.
Cuando
llegué a mi casa, me fui directo a mi pieza para llorar solo. Mi mamá se dio
cuenta de que había pasado algo, porque cada vez que volvía de un
entrenamiento, lo primero que hacía era dejar las cosas y salir a la calle a
seguir jugando a la pelota. Entró en mi habitación y me preguntó qué pasaba. Me
dio un poco de miedo contarle toda la verdad, porque me preocupaba que agarrara
la bici y se fuera pedaleando hasta el club para darle una trompada al técnico.
Ella era una persona muy tranquila, pero si le tocabas a uno de los nenes,
agarrate… ¡man, empezá a correr!
Le dije que me había metido en una pelea, pero se dio cuenta de
que era mentira. Así que hizo lo que todas las madres del mundo hacen en esa
situación: llamó por teléfono a la madre de un compañero para saber qué había
pasado.
Cuando volvió a mi cuarto, yo seguía llorando y le dije que quería
dejar el fútbol. Al día siguiente, no podía ni salir de mi casa. No quería ir
al colegio. Me sentía humillado. Pero mi mamá se sentó en mi cama y me dijo:
“Vas a volver, Ángel. Vas a volver hoy. Y
a ese le vas a demostrar”.
Volví al entrenamiento ese día y ahí pasó una cosa increíble. Para
empezar, ninguno de los chicos se burló de mí, al contrario, me ayudaron. En
cada pelota que venía por arriba, los defensores me dejaban ganar de cabeza.
Casi que se aseguraban de que me sintiera seguro. Y eso que el fútbol siempre
es competitivo, especialmente en Sudamérica. Cada uno que juega está tratando
de tener una vida mejor, viste. Pero siempre, siempre me voy a acordar de ese
día, porque mis compañeros vieron que estaba sufriendo y me ayudaron.
Así y todo, yo era muy chiquito y flaquito. A los 16, todavía no
me habían promovido, y mi papá se empezó a preocupar. Una noche estábamos
sentados en la cocina y me dijo: “Tenés tres opciones: Podés trabajar conmigo.
Podés terminar la escuela. O podés probar otro año más con el fútbol. Pero si
no funciona, vas a tener que venir a trabajar conmigo”.
No dije nada. Era una situación complicada. Necesitábamos la plata.
Pero ahí saltó mi mamá y dijo: “Un año más en el fútbol”.
Eso fue en enero.
En diciembre de ese año, en el último mes del plazo que nos
habíamos puesto, debuté en Primera con Rosario Central.
Desde
ese día empezó mi vida deportiva. Pero en verdad, la lucha había empezado mucho
antes. Empezó con mi mamá pegándome los botines para poder seguir usándolos, y
pedaleando con Graciela bajo la lluvia. Incluso cuando debuté profesionalmente
en la Argentina, todavía era una lucha. Creo que la gente que no es de
Sudamérica no puede terminar de entender cómo es. Hace faltar vivir ciertas experiencias
para creerlas.
Nunca me voy a olvidar cuando nos tocó jugar un partido de
Libertadores en Colombia contra Nacional de Medellín. El avión no es es mismo
que cuando estás en la Premier League o en La Liga. Ni siquiera es el mismo que
cuando jugás en Buenos Aires. Por entonces, Rosario no tenía aeropuerto
internacional. Te presentabas en ese pequeño aeropuerto, y el primer avión que
estuviera ese día era al que te subías. No hacías preguntas.
Así que nos presentamos para ir a Colombia… y en la pista había
uno de esos aviones enormes de carga. ¿Viste esos que tienen una rampa atrás,
en los que suben autos y containers? Bueno, ése era nuestro avión. Un Hércules.
Bajan la rampa y ahí los trabajadores empiezan a cargar colchones.
Y los jugadores nos mirábamos entre nosotros como diciendo… ¿¡Qué!?
Y nos subimos al avión, y los de mantenimiento que nos dicen: “No,
ustedes van atrás, chicos. Acá tienen, usen estos auriculares”.
Nos tuvieron que dar esos protectores auditivos gigantescos que
usan los militares para tapar el ruido. Nos subimos y había algunos asientos y
los colchones para que nos sentáramos. Por 8 horas. Para un partido de Copa
Libertadores. Cerraron la rampa y se puso todo negro. Y ahí estábamos nosotros,
en los colchones, con los cosos estos sobre las orejas, casi sin poder
escucharnos a nosotros mismos. Y el avión empieza a carretear, y nos empezamos
a mover, y después en el despegue, nos vamos todos para atrás, y uno de los
compañeros grita: “¡Nadie toque el botón rojo! ¡Si se abre esta puerta, nos
vamos todos a la mierda!”.
Fue increíble. Si no lo hubiera vivido, sería difícil de creer.
Pero están mis compañeros de testigos. Pasó de verdad. Esa fue nuestra versión
de un avión privado. ¡Un Hércules!
Aunque no lo crean, ese recuerdo me da un poco de alegría. Cuando
estás tratando de triunfar en el fútbol argentino, tenés que hacer lo que sea
necesario. Y al avión que aparezca ese día, te subís sin hacer preguntas.
Después, si te llega la oportunidad, te tomás el avión con un
boleto de ida. Para mí, esa oportunidad fue en Portugal con el Benfica. Quizás
muchos hoy miran a mi carrera y dicen: “Wow, se fue al Benfica, después al Real
Madrid, al Manchester United, al PSG”, y les parece fácil. Pero no se dan una
idea de cuántas cosas pasaron en el medio. Cuando llegué al Benfica, apenas si
jugué durante dos temporadas. Mi papá dejó el trabajo para irse a Portugal
conmigo, y tuvo que estar separado por un océano de distancia con mi mamá.
Había noches en que lo escuchaba hablando por teléfono con ella, y lloraba de
lo que la extrañaba.
Por momentos, todo parecía como un gran error. No jugaba, lo único
que quería era irme, volver a casa
Hasta
que los Juegos Olímpicos de 2008 cambiaron mi vida. Me convocaron de la
Selección a pesar de que yo no jugaba nunca para el Benfica. Nunca me lo voy a
olvidar. Ese torneo me dio la oportunidad de jugar con Leo Messi, el
extraterrestre, el genio. Nunca me divertí tanto jugando al fútbol como en ese
torneo. Lo único que tenía que hacer era correr al vacío. Empezaba a correr, y
la pelota me llegaba al pie. Como si fuera magia.
Los ojos de Leo no son como los tuyos o los míos. Miran de lado a
lado, como los de cualquier ser humano. Pero él también es capaz de mirar a
todos desde arriba, como un pájaro. No entiendo cómo es posible, pero es así.
Hicimos todo el camino hasta llegar a la final contra Nigeria, y
ese probablemente haya sido el día más increíble de mi vida. Meter el gol que
le da el oro a la Selección… no se pueden imaginar la sensación.
Tienen que entender que yo tenía 20 años y ni siquiera jugaba en
el Benfica. Mi familia estaba separada. Estaba en un momento de desesperación
antes de que me llegara esa convocatoria. En sólo dos años, gané la medalla de
oro, empecé a jugar en el Benfica y me vendieron al Real Madrid.
Fue un momento de orgullo no sólo para mí, sino también para toda
mi familia y para todos mis amigos que me apoyaron durante todos esos años. Me
dicen que mi padre era mejor jugador que yo, pero se rompió las rodillas cuando
era joven y su sueño de ser futbolista murió. Y me dicen que mi abuelotodavía era mejor que él, pero perdió las dos
piernas en un accidente de tren, y ahí murió su sueño.
Mi sueño estuvo cerca de morir tantas veces.
Pero mi papá siguió trabajando bajo el techo de chapa… mi mamá
siguió pedaleando…. y yo seguí corriendo al vacío.
No sé si ustedes creen en el destino, pero cuando metí mi primer
gol para el Real Madrid, ¿saben el nombre del equipo contra el que jugábamos?
Hércules CF.
Fue un largo camino.
Pero quizás ahora entiendan por qué estaba llorando delante de
Sabella antes de la final del Mundial 2014. No estaba nervioso. No estaba
preocupado por mi carrera. Ni siquiera estaba preocupado por no empezar el
partido.
Con una mano en el corazón, la verdad es que lo único que quería era
que lográramos nuestro sueño. Quería que se nos recordara como leyendas en
nuestro país. Y estuvimos tan cerca.
Por eso es tan decepcionante cuando veo la reacción que hay con el
equipo en los medios en Argentina. Hay momentos en que el pesimismo y las
críticas se van de las manos. No es sano. Somos todos seres humanos, en
nuestras vidas nos pasan cosas que la gente no llega a ver.
De hecho, justo antes del final de las Eliminatorias, empecé a ir
a un psicólogo. Estaba pasando un momento complicado en mi cabeza, y
normalmente puedo confiar en mi familia para salir de esas situaciones. Pero
esta vez, la presión de la Selección era demasiado grande, así que fui a un
psicólogo y realmente me ayudó. En los últimos dos partidos, me sentí mucho más
suelto y relajado.
Me recordé a mí mismo que formaba parte de uno de los mejores
equipos del mundo, y que estaba jugando para mi país, viviendo el sueño que
tenía desde chico. A veces, como profesionales, nos podemos olvidar de estas
pequeñas cosas.
El juego volvió a transformarse en un juego.
Pienso que en esta época, la gente te sigue en Instagram o en YouTube y
sólo ven los resultados, pero no ven el precio. No saben lo que viviste para
llegar hasta ahí. Me ven sosteniendo a mi hija y sonriendo con la Champions
League en la mano y se piensan que todo es perfecto. Pero quizás no saben que
justo un año antes de que nos sacaran esa foto, ella nació prematura y pasó dos
meses en el hospital, conectada a un montón de cables y de tubos.
Quizás me ven llorando con la Copa y se piensen que yo lloro por el
fútbol. Pero en realidad estoy llorando porque mi hija está ahí en mis brazos
para vivir ese momento conmigo.
Ven la final del Mundial, y todo lo que ven es un resultado 0-1.
Pero no ven todo lo que muchos de nosotros tuvimos que luchar para poder
llegar hasta ese momento.
No saben sobre nuestras paredes del living que de blancas se
transformaban en negras.
No saben sobre mi mamá andando con Graciela bajo la lluvia y en el frío,
por sus hijos.
No saben del Hércules.